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INVIERNO

Enero 2.043

Trama XI: After the Blackout (trama de transición y exploración)
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AÑO 2.043
Durante siglos sus mundos permanecieron separados, pero eso terminó. El mundo mágico y el humano se encontraron y se desató la guerra, extendiéndose alrededor del mundo sin control. Miedo, odio, ambición...todas ellas armas poderosas. El choque entre la raza humana y la mágica resulta ya imparable. Uno por uno van cayendo, ¿quién será el primero en morder el polvo?
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Juliet Bennett
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Memorias de un dragón de hielo (pasado real) Empty Memorias de un dragón de hielo (pasado real) {26.07.16 6:39}

[El pasado es historia,
el futuro es incierto
y el final siempre está cerca]

Sobre su breve vida en Londres



Siempre vestía rojo en casa. Era como una especie de símbolo. O quizás una premonición de que después mi vida estaría llena de sangre derramada sobre mi y por mi.

Nunca fuimos adinerados, al menos no que yo recuerde, pero jamás nos faltó nada de lo esencial. Solíamos pasarnos la vida en una casa en las afueras de la ciudad que a mi me parecía muy grande para nosotros tres, pero no vacía. Nunca había más niños que yo, pero no los necesitaba mientras tuviera a mis padres.

Recuerdo bien a mi padre, aunque no mejor que a mi madre: el día en que supe que él era un dragón fue la última vez que lo vi, quizás para siempre. Me llevó al bosque, cargándome sobre sus hombros y tarareando la canción más alegre que recuerdo jamás. Y cuando llegamos al centro del bosque, me mostró al magnífico dragón negro, un magnífico dragón negro que haría arder a los malos y acabaría la guerra que se había iniciado. Aquel dragón, tan grande, tan cálido al tacto y con aquella coraza tan dura era el padre inmejorable que tenía. Esas criaturas tan inusuales que nunca piensas en verlas de nuevo, él era una de ellas. Él quería luchar por nosotras, pero al final tuvimos que partir. Nunca pensé, ni en mis sueños más complicados, que yo terminaría convirtiéndome en una de esas criaturas, eventualmente. Ni siquiera teniéndolo frente a mí.

A pesar de no saber de mi herencia mágica, mis padres previeron todo lo que se avecinaba. Antes de que algo sucediera, se dedicaron tiempo completo a enseñarme a sostener una espada y una lanza. Lo cierto era que aunque yo lo tomaba como un juego, esto me serviría para sobrevivir en un futuro incierto. Ambas armas se sentían tan pesadas que a veces deseaba desistir, pero el interés de mi padre y su entusiasmo siempre me contagiaban de su fortaleza. Nunca quise decepcionarlo. Esto lo supe después, pero no iniciaron mi entrenamiento en forma dragón, ni el de mi herencia mágica pues sabían que no podría estar lista para la guerra y solo sería un peligro.

Tuvimos que mudarnos al bosque. Mi padre prometió que nos alcanzaría, que todo saldría bien y que aquel cambio sería temporal. Después, cuando la guerra terminara, volveríamos a la casa, aquella casa en la que siempre fuimos felices y tuvimos los mejores recuerdos.

Tras vivir un tiempo en los bosques, la guerra se había complicado demasiado. Todo y todos eran peligro y no se podía escapar de él en ningún lado. Entre ellos, mis padres, decidieron que lo mejor sería trasladar la familia a otro lugar. Yo no estaba de acuerdo, pero nadie escucha a los niños... Aquella noche, cuando empacaba mientras ellos buscaban las rutas más seguras, fue la última vez que vi o escuché hablar de mi padre. Entre lágrimas y berrinches, mi padre se despidió de mi, arrancándome de sus brazos para lanzarme a los de mi madre, y así, en medio de la noche, dejamos Londres para siempre. El último día de mi infancia fue aquel.

La vida era normalmente dulce y emocionante para una niña de diez años. El futuro entero se postraba a los pies de un dragón que aún no conocía su verdadero potencial. La vida y la muerte danzarían juntos por toda la eternidad junto a la pequeña jovencita de cabellos rojos.


Última edición por Juliet Bennett el 01.08.20 20:11, editado 1 vez
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Memorias de un dragón de hielo (pasado real) Empty Re: Memorias de un dragón de hielo (pasado real) {11.08.16 4:28}

Sobre la huída a Italia.


Con rumbo a Italia, solo caminábamos sin más, día y noche por donde hubiera una posibilidad y el peligro fuera menor. Los caminos eran peligrosos para una mujer sola con una niña que no parecía que fuera a ser muy alta nunca en el futuro. Mi vestido favorito se arruinó en los primeros días de aquel largo viaje y nunca más volví a utilizar uno. Es un recuerdo amargo, uno muy amargo, recuerdo que lloré hasta dormir aquella noche cuando debí dejarlo al lado del camino, lleno de lodo y roto, y lloré dos días más por nuestras desgracias. Luego lo hice internamente desde aquel día, procurando no derramar ninguna lágrima más.

Tras semanas de viaje, Paris fue el lugar más duro de cruzar, y también el más largo, pero salimos ilesas de aquella extenuante caminata. El clima era demasiado caliente al sur, y a medida que nos acercábamos a Italia, todo se volvía más y más duro. Cada vez era más difícil encontrar alimentos, y más caros también. Los caminos se hacían traicioneros y la gente era cada vez más huraña, más indispuesta a ayudar, más cruel... La gente era diferente, más desconfiada de los viajeros, pues llegaban miles diariamente buscando refugio de la guerra iniciada. Nos trataban a todos como basura, tomando de ellos lo que deseaban y tirando el resto como viles ladrones. Eran muy comunes las redadas y los saqueos que hacían los habitantes hacia los que recién llegaban a las ciudades. Aprendimos a evitar las grandes poblaciones y los caminos solitarios, los pueblos fantasmas, todo rastro de civilización lo evitábamos, pues solo podíamos confiar la una en la otra, y con eso, Italia tardó en llegar muchas semanas más de lo que esperábamos que tardara.

Una vez llegamos a Italia, tuvimos que ingresar a la ciudad. El plan con mi padre era encontrarnos dentro de ella, buscarnos y esperarnos, y después buscar otro lugar dónde iniciar una nueva vida, lo más lejos de todo que pudiéramos estar. Para aquellos días, según lo que habíamos escuchado por el camino, él ya habría dejado a Temeritus y estaría de nuevo con nosotras...

Cuando llegamos a la capital, las filas para ingresar eran inmensas y peligrosas. Esperabas con la cabeza agachada, con el deseo de que nadie se fijara en ti ni llamar la atención. Las rencillas entre quienes entraban y quienes trataban de robar algo eran constantes y estar cerca de ellas era demasiado peligroso. Los policias llegaban y te sacaban de la fila para llevarte a nadie sabe donde. Yo sabía que muchos de ellos eran de razas diferentes a la humana, podía sentirlo en sus esencias, pero todos lo ocultaban para pasar desapercibidos.

Nadie podía entrar a Italia con sus pertenencias intactas. Los supuestos cuidadores del orden tenían que registrar a cada persona, cada maleta, y cada carro que pretendiera cruzar las barricadas que habían puesto en los alrededores de la gran ciudad. Logré esconder una daga dentro de mis botas, una de las que había dado mi padre a mamá. La más bonita y con la que dormía todas las noches esperando por si alguien volvía a atacarnos. En un golpe de suerte, el único en el tiempo que llevábamos de viaje, un altercado inició cerca de donde estábamos y nos dejaron entrar sin quitarnos gran cosa. Hasta ese punto, yo pensaba que mi madre era humana, tal como yo, no sentía sangre mágica que corriera mis venas, tampoco podía hacer trucos impresionantes que el resto de los niños que conocía sí, y la esencia de los dragones la confundía con la de humanos. Era más bien debilucha, no cobarde, pero débil. Débil y cansada por el viaje. Cansada y hambrienta. Mis piernas eran lo único que se había fortalecido en aquel trayecto. Mis piernas, y quizás un poco mi carácter y mi corazón que ya no era inocente ni blando. Si bien el viaje me había endurecido, aún sentía la necesidad de llorar con cada paso que daba, pero el solo pensar en estar de nuevo con mi padre me daba fuerzas para dar otro más.
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Memorias de un dragón de hielo (pasado real) Empty Re: Memorias de un dragón de hielo (pasado real) {12.09.16 1:35}

Sobre su ingreso al coliseo y sus primeros días


A nuestra llegada a la capital de Italia, fuimos descubiertas de inmediato por culpa... mía. Había escuchado durante todo el camino cómo robaban a las niñas menores para luego obligarlas a robar o venderlas como  esclavas. Si sabía algo de la vida en aquel punto era que no tenía derecho de separarme en ningún instante de mi madre.

En una revuelta que nos recibió en nuestra entrada a Roma, terminé separada de mi madre entre la multitud que trataba de alejarse del lugar. Mientras la buscaba, el miedo se apoderó de mi y le dio puerta a mis alas para salir, convirtiéndome en un dragón pequeño, de pocos metros, que no sabía volar, defenderse, y mucho menos sabía que era un dragón en sí. En cuanto me localizaron, la revuelta dio paso a una persecución. Todo el pueblo quería ser quien atrapara al dragón, quien le diera la estocada final y reclamar una victoria más contra los seres mágicos que no paraban de llegar a la ciudad.

Traté de luchar, al menos de defenderme, pero siendo la primera vez que me lograba convertir en aquel ser, tan asustada e inconsciente de mis capacidades, tan torpe sobre todo... me lograron capturar en poco tiempo. No fue hasta mucho después que logré perdonarme por mi torpeza de aquel día, en el que mi pobre valentía nos obligó, a mi madre y a mi, a pasar una larga temporada en el peor lugar del mundo.

Tras someterme con redes eléctricas y objetos que no había visto nunca, a mitad de una batalla mal distribuida, mi madre y yo terminamos siendo vendidas a un esclavista del coliseo romano. No importó demasiado la raza ni la edad. Terminamos siendo vendidas por una cantidad bastante módica, por ser mujeres y por las condiciones en las que llegábamos al lugar. Lo primero que me explicaron fue que, en aquel lugar, terminaría muerta el siguiente fin de semana. Y si no era ese sería el siguiente, pero eventualmente caería sin dejar huella en el mundo. Que no duraría ni siquiera una batalla, y que si me resistía a pelear, mi muerte sería la de una de esas chicas patéticas, tan asustadas de la multitud y de los oponentes que no podían ni levantarse del suelo o sostener un arma y cuyo cadáver, supuestamente, daban a los animales del circo. Que sería una de las chicas que morían tiradas en el suelo, degolladas por otras, desfiguradas por animales, con el corazón arrancada por asesinas... Tras una breve separación, a mi madre lograron aplicarle una especie de inhibidor de magia, sin embargo, por alguna razón no me lo pusieron a mi.

La primera noche fue quizás la peor de mi vida. Tras los sustos iniciales, la oscuridad se apoderó del lugar. El suelo era piedra dura y pura, llena de bordes filosos y grilletes clavados en las paredes. Las rejas eran acero puro, lleno de astillas y marcas desesperadas de dientes... parecían cavernas, especialmente talladas para no poder estar de pie nunca y tan pobladas que no había manera de estirarse en ningún momento.

Por la revuelta que había protagonizado, me encadenaron a un collar de metal que se encontraba fijo en la pared. Aunque estaba a una altura aceptable para que un adulto pudiera sentarse y estar sin problemas, incluso dormir un poco, mi estatura me obligaba a estar a medio camino entre estar en cunclillas (y encajarme el metal en los hombros) o arrodillarme (y encajarlo en mi cuello impidiéndome respirar). Logré pasar la noche, de alguna manera, con lagrimas en las mejillas mientras la desesperación me invadía a ratos y la soledad en otros. A veces gritaba, o lloraba demasiado alto, pero cualquier sonido era callado por una reacción de abucheos e insultos de parte de los presos en aquella y otras celdas contiguas. Era un lugar donde la piedad, la misericordia y la empatía eran rápidamente despojadas de los individuos. Aquel día aprendí que lo único que podía hacer por mi era sobrevivir, aún si era a costa de otros.
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Memorias de un dragón de hielo (pasado real) Empty Re: Memorias de un dragón de hielo (pasado real) {26.10.16 18:21}

Sobre su primera curación


Aún sin los grilletes en el cuello, no había manera de dormir en aquel lugar sin clavarse algo en la espalda. No pasó mucho tiempo antes de que terminara llena de moretones y cortaduras en la espalda, los brazos y piernas, que fueron cicatrizando y endureciéndose, a medida que yo misma me endurecía en el ambiente destrozado de una prisión a la vista del público.

En algún lugar entre tres paredes de piedra y una reja de metal aprendí a sanar. Fue durante el primer día que pasamos en la celda: mi madre vio en seguida a un hombre de veintipocos años que tenía el brazo roto de hacía varios días. No había dejado que nadie lo tocara; había burlado a los guardias, a sus enemigos y a compañeros de celda, colocándose un cabestrillo con telas mientras trataba de valerse por sí mismo en un lugar donde las heridas alimentan la felicidad de quienes te odian. Tras algún tiempo de estar mal colocados, los huesos estaban ya soldando de manera incorrecta y se notaba en su rostro el sufrimiento del que no duraría mucho si no hacían algo por él. Debajo de un trozo de tela polvoriento que hacía las veces de venda, estaba ya volviéndose negro, quizás por gangrena, mala circulación, alguna infección o cualquier maldición y broma del destino...

En una extraña apuesta que ganó, mamá consiguió que aquel hombre adolorido se sometiera a un procedimiento aún más doloroso: tras acercarse un poco a mi, me permitió que experimentara con él la curación mientras ella me ayudaba, guiándome con sus palabras y sus manos hasta que todo encajaba en su lugar. Lo que más me sorprendió es que su dolor debía ser suficientemente grande como para dejar que una niña sin experiencia intentara hacer magia con sus heridas.

Al día de hoy, mi pregunta sigue siendo si la segunda parte del trato era lo que más habría motivado a ese hombre a dejarme actuar. Pues, aún si lo hacía mal, mi madre misma había prometido y jurado que lo sacaría de su sufrimiento de inmediato, sin importar las consecuencias que pudiera traerle.

Fue así como, aún aterrada y encadenada a la pared, logré descubrir que tenía una especie de habilidad para canalizar la magia con la que había nacido y brindar ayuda a otros seres vivos.

Aún aterrada por el descubrimiento de mis poderes, logré utilizarlos para curar a aquel desconocido. Fue de las primeras cosas que aprendí a hacer con magia. El frío de mi corazón había sido tan grande desde el día que salí de casa que, de alguna manera, debió aferrarse a mi y ayudarme con aquella desagradable tarea de curación.

Apenas salió el sol, no tardaron mucho en colocarme aquel inhibidor de magia tras aquella horrible noche en vela. Te impedía convertirte y utilizar cualquier cosa que no fueran los puños para pelear, de aquel modo resultaba difícil para todos los que alguna vez habían dependido de sus habilidades mágicas para defenderse. Mamá lo describió siempre como estar atada de pies y manos, aunque yo apenas podía entender la diferencia.

A pesar de las incomodidades, mi madre se las apañó para enseñarme a cómo utilizar adecuadamente la parte dragón y todo lo que no había logrado aprender por culpa de la guerra. Trató de contarme, con el mayor detalle posible, todo lo que implicaba volar, escupir fuego, la altura, las sensaciones que tus músculos obtenían cuando hacías bien las cosas. En su cabeza, yo era quien tenía que salir viva de aquel lugar, así que deseaba asegurarse de que lo haría bien como dragón una vez fuera. Que no volvería a tener miedo, a estar paralizada ni indefensa.

Muchas veces escuché palabras de desaliento. No solo por parte de los guardias, que día y noche nos molestaban, impidiéndonos dormir por las noches o privándonos de comida día tras día, sino también de los mismos reclusos de aquel penal. En su mayoría, eran crueles, desagradables y buscaban asustarte para que su próximo combate fuera más sencillo y poder vivir un día más.
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Memorias de un dragón de hielo (pasado real) Empty Re: Memorias de un dragón de hielo (pasado real) {30.12.16 18:03}

Sobre sus primeros entrenamientos


Tras una noche tormentosa y un día que era más fácil dejar en el pasado, al fin me colocaron el inhibidor de magia en el brazo, cercano al hombro. El aparato no me hizo sentir ninguna diferencia. Lo único diferente era que aquella luz blanca en mis manos ya no aparecía cuando trataba de hacer magia de curación y las heridas no cerraban con tanta facilidad. Mi madre, por otro lado, tenía un rostro cenizo y lucía deprimida, como si le hubiesen amputado un brazo o una pierna. Tardó algunos días en encontrar un nuevo propósito, que no fue otro que el de sobrevivir; pensamiento que se había adueñado repentinamente de nuestras vidas. Después de aquel día, las sonrisas fueron escasas, llenando nuestra feliz vida de silencios y secretos.

Me enteré de esto muchos años más tarde: aquellos primeros días, mi madre hizo un trato con nuestro lanista, el hombre que nos había comprado y se dedicaba a entrenar a los que se convertirían en "gladiadores" del coliseo. Me dejó sola en la celda por algunas horas, a merced del resto de los presos y, a cambio de ciertos favores, el lanista aceptó mantenerme fuera de la arena y entrenarme en todos los estilos de combate que pudiera soportar. Nunca supe los detalles del trato, pues la negativa rotunda de hablar de ello era constante tema de peleas entre nosotras, pero a medida que crecía se hacía cada vez más evidente con las desapariciones de mi madre al ponerse el sol. Fue durante aquellos primeros ratos que pasé sola que aprendí a no bajar la cabeza ante las amenazas y nutrirlos con mi temor.

Aunque el trato era mantenerme a salvo, habían ciertas cosas que eran difíciles de evitar. Por ejemplo, mis entrenamientos se llevaron a cabo como los de cualquier otro. Aún podía salir herida de muerte como el resto de los esclavos y recibir golpes de quienes nos entrenaban.

Nos separaron en grupos desde el primer día. Por edades y sexos, pues normalmente los combates eran emparejados basados un poco en esas características. Nos dividían además en los que prometían un buen combate y quienes solo seríamos la carnada que les engrandecería. A pesar de que no me destaqué durante los entrenamientos los primeros años, logré evitar ser la carnada todo el tiempo. No era de las que más recibían golpes de mi grupo, pero al inicio distaba bastante de ser la mejor. A medida que las más débiles morían, enfermaban o eran vendidas como esclavas, la urgencia por mejorar en todas las áreas crecía con tal de no ser el siguiente blanco fácil, no solo en combate sino también fuera de él.

No pasó demasiado tiempo antes de que el resto de las chicas se volvieran todas mejores que yo. Fue entonces cuando mi madre tuvo que intervenir. Durante la mañana, mis batallas eran contra el resto de las chicas, básicamente me defendía, y por las tardes con mamá preparaba el ataque tras la comida. Podía pasarme semanas débil por la rutina: luchar doce horas al día, una dieta pobre en todo tipo de nutrientes y generalmente agua poco potable. De alguna manera logré mejorar con el tiempo y, después de que ambas vimos los resultados, decidimos mantener la rutina. Pasó algo de tiempo antes de que mi madre dejara de perder el tiempo conmigo y me convirtiera en una rival de verdad para ella, y el entrenamiento finalmente fue provechoso para ambas.

Así, aprendí en poco tiempo a luchar con espada, generalmente larga, pero también corta al dominar la primera. El desafío era siempre mayor que con el resto, pues mamá deseaba blindarme; mostrarme como ganarle a todas las especialidades de los gladiadores experimentados y, de ser posible, aprender más de un estilo de lucha.

Mi primer estilo tenía bastantes variaciones, solo porque al lanista no le gustaba perder el tiempo especializándose en los estilos puros y clásicos. Llevábamos armadura completa, espada corta, visera y escudo. Y me hacía sentir totalmente ridícula. Más que enseñarme a pelear en sí, me hizo más ágil y más fuerte para cargar el peso de la armadura y evitar que la dañaran, quitándome movimiento. Así, mi mejor defensa se convirtió en la agilidad, evitando lo más posible que me tocaran e hicieran daños irreversibles. Dependiendo de qué tan tarde te formabas en la fila, las armas podían ir de espadas muy pequeñas y curvas, cortas, largas o dobles, y el escudo podía ir entero o solo las partes que el resto no deseaba usar.

Así, finalmente la rutina se fue acomodando durante el día. Tardé poco en entender que la mitad de los horrores no ocurrían dentro del Coliseo.
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Memorias de un dragón de hielo (pasado real) Empty Re: Memorias de un dragón de hielo (pasado real) {04.01.17 23:35}

Sobre su primera salida del Coliseo


El trato de mi madre con el lanista pudo parecer genial al principio, más resultó ser un trago agridulce difícil de tragar.

Un año y algunos meses después de que me encerraron en las cuevas del Coliseo, decidieron que yo tendría que servir de algo si me estaban entrenando y ‘alimentando’, ocupando un espacio que fácilmente podrían llenar con alguien que les diera dinero a cambio de un buen espectáculo.

Durante el atardecer de un frío día de diciembre, fui encadenada y esposada en línea, junto a muchas otras chicas y chicos de edades muy variadas. Había niñas más pequeñas que yo y hombres que podían tener más de cincuenta sin aparentarlos demasiado. Cruzamos al mismo ritmo un camino entre algunas murallas y callejones hasta llegar a una gran casa desde la que se podía ver la parte superior del Coliseo. Era la primera vez que salía de ahí desde que entré. Y aunque comprobé la resistencia de las cadenas que nos ataban, tenía la sensación de que no sería capaz de irme sin mi madre. A partir de ahí, y a medida que crecía, dejé de intentar romperlas, a pesar de que en ocasiones parecía ser algo fácil y tentador.

Al entrar a la gran casa, que parecía una de aquellas mansiones londinenses en las que había estado en navidades de hacía muchos años, lo primero que hacíamos era llegar directo a las duchas. Quizás aquella era la parte que hacía todo soportable. El agua no era cálida, pero al menos no estaba tan helada en invierno como en las celdas.

Tras una buena ducha, donde incluso nos daban jabones con aromas exóticos, una amable señora peinaba a las chicas, y los hombres se peinaban por sí mismos. Y nos vestían con ropas que aunque no eran lujosas, la mayoría no habrían podido pagar en su antigua vida.

Mi peinado usual eran un par de coletas bajas, con el cabello cayendo por el frente de mis hombros. Así le gustaba a la que era esposa de mi lanista, y si a mi no me gustaba no tenía derecho a decir nada; había visto cómo golpeaban a las que se oponían y estaba decidida a volver sin demasiado de qué lamentarme de aquel lugar.

Pasaron algunas horas, en las que todo lo que pedían de nosotros era sonreír y estar bien parada con la espalda recta en salón mientras los invitados de la casa llegaban. Más tarde entendí que no eran exactamente invitados, sino clientes que pagaban suficiente dinero para hacer cosas en las que nunca habría pensado.

Las niñas pequeñas y asustadizas fueron las primeras a las que les abrieron los grilletes para llevarlas a otras habitaciones, al igual que los hombres que tenían la pinta de ser más fuertes que el resto y estar curtidos en batalla. Algunos de ellos incluso sonreían y hablaban familiarmente con quienes les llevaban. Luego me enteré de que aquellas damas de alta clase y los hombres adinerados eran clientes regulares de aquel lugar.

Durante aquel primer día observé claramente algo que me salvaría la vida después. Las esclavas que eran compradas por hombres iban con un rostro fúnebre y las lágrimas contenidas en los ojos mientras que el de los hombres tenía una gama totalmente distinta; disgusto, resignación, incluso en algunos casos alegría, familiaridad, lujuria…

Con el temor de ser golpeada, en un momento en donde las personas habían dejado de llegar, pregunté por esto a la mujer que nos acompañaba a recibirles a todos. Era una mujer distinguida y elegante que corrigió mis postura hasta el último día, aunque estuviera bien derecha ella aspiraba a la perfección.

¿Por qué las chicas siempre van llorando y los chicos ríen?

Traté en vano de sonar lo menos impertinente posible, mirándole tímidamente y tratando de agachar el rostro para que, en caso de que la pregunta le molestara, le atribuyera a otra chica la insolencia.

Con una media sonrisa en los labios, hizo que uno de los guardias abriera mis cadenas y me invitó a caminar por los pasillos de la casa.

La primera vez que entré, el satín y las telas colgantes, los candelabros y las ornamentas me parecieron de lo más hermoso. Las había por todas partes, parecía una casa temática de cuento. Justo el tipo de casa que imaginaba tendrían los árabes en sus enormes palacios en medio del desierto.

Tras un par de grandes puertas de hierro, el infierno se desató. Mi mirada vagaba de un lado a otro mientras pasaba por el pasillo central, un pasillo oscuro de roca iluminado solamente por antorchas, tal como en el coliseo. De tanto en tanto, una gran puerta aparecía cerrada mientras de ella escapaban sonidos que no había escuchado antes, voces humanas aclamando a grito vivo y de vez en cuando algún grito de dolor, que era con los que estaba más familiarizada.

Al final del pasillo, una gran sala con sillones y divanes por doquier hizo que mi rostro se desencajara. Nunca había visto cuerpos desnudos en tan variadas posiciones. Colgados de grandes y largas telas que caían del techo, encima, debajo, de lado, con dos y a veces más personas involucradas, ritmos gentiles, frenéticos y violentos distribuidos por igual en toda la sala. Sonidos que evocaban al placer y al dolor. Y al fondo de la sala, lo único que podía describir aquello era la palabra tortura.

Tras el impacto inicial, procuré no mostrar nada más que preocupación en el rostro. No lloré, de milagro, pero sí me quedé un poco atrás cuando ella inició su camino a través de aquel gran espacio de perdición. La seguí a regañadientes, pero no asustada. Nunca asustada. A las personas normales, podía quitárselas fácilmente si no llegaba un guardia a socorrerle.Y en efecto, el fondo de la sala era la peor parte. Heridas tan rojizas solo las había visto durante los combates. Pasé sin mirar, prácticamente. Ahí estaba mi respuesta. No había visto a ningún hombre gladiador en aquella parte de la sala. No estaba segura, y nunca lo estuve, de si reservaban aquel comportamiento violento para las chicas o si las damas de sociedad simplemente tenían tendencias menos violentas.

Tras una gran caminata en silencio, mientras trataba de procesar las imágenes, comprendí profundamente la preocupación y el miedo de cada una de las chicas que habían compartido linea conmigo. Y desde ese momento, mi sentimiento fue de total empatía.

Llegamos a un gran comedor, vacío por el momento. Aquella dama puso frente a mi un vaso de leche y la manzana más dulce que recuerdo haber comido. Comenzó a hacer preguntas. Mi nombre, mi edad, mi raza le interesó de sobremanera… y aunque estuve reacia a decirla, terminé confesándolo a cambio de una galleta. Temía que fuera a venderme como una pieza exótica, pues incluso entre los mismos dragones nos sabíamos pocos desde hacía siglos.

Ella preguntó una cosa más aquella noche. Me preguntó si estaba cansada y asentí con lentitud. No estaba cansada de aquel día, pero era un cansancio general desde que había partido de Londres. Se levantó de la mesa y la seguí de vuelta por el gran salón. Esta vez pude ver mejor el inicio de la sala, que me causó un rubor en las mejillas al ver tanto ‘romance’. Agaché la mirada, pues a pesar de la sala, sentía que cada grupo merecía su privacidad, y seguimos hasta salir de la sala.

No tardamos mucho en cruzar y acordar camino por pasillos y callejones hasta encontrar una habitación al otro lado de aquella mansión. Por una ventana se podían ver las estrellas y por la otra las luces de la ciudad. Había una cama al centro, con un precioso dossel encima. Pasé las manos cuando creí que no me veían y resultó ser la tela más fina y suave que había tocado nunca. Había una larga mesa con frutas en arreglos preciosos, cientos de papeles y plumas de ganso y un gran armario abierto con abrigos de piel y vestidos de los colores más pintorescos.

No puedo evitar recordar lo emocionada que estaba de ver tantos colores de nuevo. La dama se sentó en la cama y me recostó junto a ella, haciéndome usar sus piernas a modo de almohada. Mentiría gratamente si dijera que aquella no fue la cama más suave en la que estuve jamás. Y me quedé dormida profundamente.

Cuando desperté, estaba de nuevo encadenada en mi celda, confundida y apática. En mi regazo, envuelta en una servilleta, se encontraba la galleta que había ganado. Me pregunté muchas veces si aquella no había sido el alma más barata que había comprado el diablo.
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Memorias de un dragón de hielo (pasado real) Empty Re: Memorias de un dragón de hielo (pasado real) {14.06.17 0:19}

Sobre el primer combate


Mis días comenzaron a hacerse una rutina fácil de soportar. Iniciaba con mi madre obligándome a lavarme el rostro, las manos y asearme lo mejor posible mientras yo renegaba  pues no le veía el punto ni la necesidad de tomarse tantas molestias.

El siguiente paso era el desayuno: algún plato de cereales insípidos apurados con un vaso de agua o leche si había suerte de ser de los primeros. Si llegabas muy tarde a la fila, agua es lo que obtienes. Los entrenamientos se alargaban durante toda la mañana, o hasta que alguna terminara suspendiéndolos con sangre entre las manos. Entonces, podíamos hacer una pausa para la comida y pasar a la celdas, o quedarse en una zona común entrenando, lo cual hacíamos a diario, al menos hasta que el sol caía. Los días que conseguíamos algo con carne eran los más intensos. A veces mi madre podía ser la más dura de mis instructores. Ella estaba motivada. Quería, a como diera lugar, hacerme la más rápida, la más fuerte, la más lista, aún cuando todas las posibilidades iban en contra.

Normalmente, por la noche dormíamos mal o me dedicaba a aprender las canciones que salían del radio de uno de los guardias. En la arena, escribía las palabras para no olvidar cómo hacerlo, y a veces cantábamos por lo bajo cuando el día había ido bien.

Las noches se volvieron más interesantes con mi primera ida a aquella casa de ‘citas’, como le llamaban para evitar decirle el nombre de lo que realmente era. Aunque a veces me tocaba lavar pisos o ayudar en las cocinas con pesados grilletes, regularmente tenía la oportunidad de acompañar a la dueña del lugar en sus recorridos, que eran de lo más peculiares. Desde consolar a las mujeres que eran engañadas por sus esposos en aquel lugar (que era algo mucho más recurrente de lo que uno pensaría) hasta instruir a sus mismos esclavos para que complacieran adecuadamente a los invitados. Por mi corta edad, aquellas demostraciones de pasión me resultaban avergonzantes, y cada vez que agachaba el rostro había una mano férrea ahí para levantar mi mirada.

Aprendí primero a agachar la mirada sin ser descubierta cuando había algo que no quería ver, y años después aprendí a ver de distintas maneras. Ver la pasión,reconocer la verdadera entrega, ver la frustración de los hombres con su vida, ver el sufrimiento y la miseria de quienes eran obligados a trabajar, y finalmente, ver sin ver. Ver y mantener la mente ocupada en otra cosa, para que las atrocidades no quedaran grabadas a fuego en la memoria. Ver sin sentir la miseria de lo que otros sufrían. El único lugar que quedaba para escapar era la mente propia, y si no se protegía debidamente, podía llegar a convertirse en la peor cárcel.

Crecí un poco menos traumatizada que las otras chicas que había en las celdas. Gracias a los tratos ocultos que hacía mi madre con los esclavistas, no tuve que pelear hasta que el Rey mismo me ‘invitó’ a la edad de catorce años. Por supuesto, aquella era una invitación que no se podía rechazar.

Para el cumpleaños treinta de uno de sus amigos más apreciados, mandó a escoger jóvenes de hasta veintidós años. Aún con los intentos de mi madre de ocultarme de nuevo y hacerme invisible, la verdad es que no tuvo mucho por lo que luchar cuando el lanista recibió el dinero por los esclavos que pelearían. Aquella noche, entrenamos en silencio en la celda toda la noche. De repente, el cansancio fue reemplazado por el miedo. El miedo fue lo único que me mantuvo despierta durante toda una noche, pensando que al amanecer tendría que salir y vencer a alguien, aunque eso podía costar la vida de alguien en mi misma condición.

Me sacaron de la celda al amanecer. No dormí, pero mi cansancio era nulo. Estaba lista para lo que fuera, solo no estaba lista para morir. Caminé detrás en una fila, encadenada, hacia el coliseo. Las calles aledañas a la gran construcción parecían un carnaval. Todos nos vitoreaban, cantaban canciones y corrían tras de nosotros, pero nadie quería estar en nuestro lugar. Con el paso de los años entendí que esos vitores no eran para nosotros, sino para ellos mismos por haber capturado a los seres mágicos que ahora les servían de diversión.

No recuerdo mucho más de los preparativos para la batalla. Nos daban armas y esperábamos a que nuestro turno acudiera, pero nadie hablaba. No queríamos fraternizar con el amigo a quien estábamos a punto de asesinar, o bien, de lastimar. Aprendí que ese momento era el miedo en su estado más puro. El miedo a que un paso en falso termine con todo por lo que haz luchado y acabe con tus posibilidades de sobrevivir. Y ese mismo miedo nos llevaba a estar más y más enfocados en lo que teníamos que hacer. Algunos lloraban, pero era un secreto a voces que quien se desmoronaba antes de la batalla tenía la lucha perdida, así que estirábamos lo más que se podía la valentía.

Del combate solo recuerdo a la chica. Era de mi edad, rubiecilla, de ojos claros y piel tostada por el sol. La había visto antes, pues le tocaba entrenar con mi grupo. Sabía que podía vencerla, pues era lenta y no tenía fuerzas suficientes para atacar, al menos no aún. En un ataque desafortunado, la chica bajó la guardia y con la espada le di directo al cuello. Mientras el público hacía una ovación de pie, vi claramente el instante en que los ojos de la chica perdían el brillo y su rostro quedaba pálido.Ceniciento.

Volver a la celda fue difícil. No tenía rasguños, ni siquiera una herida, y ella había acabado muerta. Afortunadamente, esa chica estaba ahí sola, por lo que los reclamos que me hicieron los pude ignorar. Sin embargo, dentro, en mi pecho, había algo, un horrible dolor que no se apagaba.

Y mientras mi interior se hacía trizas, hubo alguien que me acogió. Me habló de dragones, me mostró el cielo y escuchó lo que me atemorizaba. En una sola noche pasé de ser una esclava a una de esas adolescentes que se enamoran por primera vez. Y, tristemente, el primer amor es algo de lo que nunca escapas.

Tras solo una noche con él, tomé una de las decisiones de las que me arrepentiría más en la vida. Decidí que no quería que aquello acabara. Quería estar con él, escucharle, reír. Y que lo haría todo con tal de estar junto a él.


Última edición por Juliet Bennett el 01.08.20 21:06, editado 2 veces
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Memorias de un dragón de hielo (pasado real) Empty Re: Memorias de un dragón de hielo (pasado real) {29.01.18 1:30}

Sobre su caída y el inicio de su furia


El fugaz cariño que sembró un hombre que doblaba mi edad se tornó en obsesión cuando desperté en su cama la noche después de mi primer asesinato. El sol había tardado mucho en llegar, o eso creímos, pues ya era pasado medio día cuando me escoltaron de vuelta a los campos de entrenamiento.

Mi angustia tras la muerte de la chica había apaciguado al estar con él, pero sola en medio de gente a la que conocía de vista y de entrenamientos, el peso cayó de una manera diferente sobre mis hombros. Seguía sin arrepentirme de matarla, pero las miradas resentidas eran difíciles de soportar. La peor de todas las miradas fue la preocupación de mi madre. Las preguntas no se hicieron esperar en cuanto me vio, por primera vez después de la pelea. Al no contestarle a todas sus preguntas, la intuición la llevó justamente a donde no quería que fuera. Adivinó todo en un minuto, o tal vez tenía más sensibilidad para saber como se veía una chiquilla enamorada. El regaño monumental no se hizo esperar. Ella no podía entender mi posición y yo no podía concebir que ella no entendiera el amor verdadero si lo había vivido por tantos años con papá. Le enumeré las promesas de aquel hombre, de cómo nos sacaría de ahí muy pronto, que finalmente saldríamos libres, pero ella era más sensata.

Algo en mi se rompió ese día y hubo una decisión que tomar. Tenía que proteger el único buen recuerdo que tenía en mucho tiempo, y lo hice a costa de la relación con mi madre, rompiendo la primera regla de supervivencia que había en ese lugar. Me volví muy cortante a partir de ese día y me alejé de ella, y también de todos.

Mis días se volvieron muy oscuros entre el miedo y el asco de mis compañeras de entrenamientos, la pelea con mi madre, y el desagrado generalizado hacia mi como persona, aunado a algunos que me tenían compasión. Encontré refugio en el único lugar al que debía temer. Por la noche, el burdel se convirtió en el único descanso de mis días. Ahí nadie se atrevía a juzgarme, pues me encontraba demasiado cerca a la autoridad, al menos físicamente. Así, mi segundo infierno se tornó en el único lugar donde me sentía útil, e incluso un poco querida.

No volví a ver a aquel hombre en las semanas siguientes. No hubo manera de contactarle tampoco, pero me enteré de que aquellos torneos eran periódicos, y existía la posibilidad de que, el siguiente año, pudiera ganar otra vez y volver a sus brazos. La idea me obsesionó de nuevo. Día y noche los invertí en mí. Temprano en mi entrenamiento y por la noche en otra clase de entrenamiento. Hacía como que no me interesaba, pero traté de aprender de las chicas que iban al burdel por trabajo y no por esclavitud. Eran siempre sonrientes, con postura impecable y ademanes elegantes. Me dejé influenciar por ellas un tiempo, tomando nota mental de todo lo que hacían. Era difícil no verlas, y más ignorarlas.

Pero cuando el encanto de la noche terminaba y era hora de volver al coliseo, la felicidad de mi mente también terminaba. Comencé a demostrar realmente mis habilidades. Antes las había ocultado con tal de que no me enviaran al ruedo, pero ahora quería ser vista, y no pasar desapercibida, tal como las chicas del burdel. No pasó mucho tiempo hasta convertirme en una de las mejores, y así permanecí. Me incluyeron en algunos combates de exhibición y en algunos estelares. Después de "ganar" aquel torneo obtuve una fama de sanguinaria que me esforcé por mantener a base de ataques directos y mucho contacto.

Para cuando el siguiente torneo se anunció, yo estaba lista. Más que preparada. Tuve una oponente magnífica. Una de las mejores. No tuve que matarla porque el público pidió clemencia al ser también una luchadora popular. Gané de nuevo en mi categoría y me sentía más que feliz, contenta, explotaba de felicidad por dentro aunque mi rostro seguía siendo el insensible de siempre. No tardé mucho en darme cuenta que aquella vez no sería yo la seleccionada. Una chica más joven tomó mi lugar. Lo vi claramente al pasar pues me reconocí a mi misma en ella, una elfa que tenía poco tiempo de haber llegado al Coliseo y que su rostro aún lucía inocente y asustado de todo lo que veía. Una rabia furiosa nació desde la boca de mi estómago y me dio tantas opciones de cómo deshacerme de ella...

Al siguiente día, desde el otro lado del campo de entrenamientos, le lancé un cuchillo al cuello, pasando por accidental. A pesar de su inocencia, su sangre brotó como la de todos. Si podía matarla a ella, todos eran mortales en aquel infierno...
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Memorias de un dragón de hielo (pasado real) Empty Re: Memorias de un dragón de hielo (pasado real) {31.01.18 19:58}

Sobre sus años oscuros

Después de la muerte de aquella elfa entendí que tenía una ligera fascinación por la sangre. Era tan fácil, tan tan fácil hacer un tajo y que esta brotara como agua que lleva un arroyo. Encontré en ella una única razón de vida, limpiando con ella el asco que tenía por todos los que visitaban aquel lugar de muerte y se deleitaban con la brutalidad de los combates. Aquella semana marcó un antes y un después para mi. Me confinaron sola en una celda igual de pequeña que el resto pero ya no se oían murmullos, ni gritos, ni nada. Estaba sola, casi todo el día en completa oscuridad. La única luz que veía eran las de las antorchas cuando dos veces al día llegaban con una bandeja de comida incipiente y algo de agua. No sé cuanto tiempo fue, pero había momentos en los que solo escuchaba el latido de mi corazón y mi respiración. Si bien tuve la oportunidad de calmar mi enfado, solo enfocó mi ira en la dirección incorrecta.

Tras un tiempo encerrada, me enteré que la verdadera razón por la que me tenían ahí es que hubo un motín contra mí la noche en que murió la elfa. Murió mucha gente, pero concedieron un favor a las chicas. Ninguna volvería a pelear contra mí. Aquello parecía un gran favor, pero yo sabía bien que pagaban más por ellas como esclavas de cama y más por ellos en combate, así que les convenía que ellos se mataran y que ellas se acostaran con los asistentes. De repente, la gente comenzó a parecerme muy estúpida y muy distante. Dejé de verlos como personas y comencé a verlos como presas. Si las presas fáciles las estaban ocultando de mi, me quedaba ir por las difíciles o morir.

No senté un precedente cuando lo pedí. Conocía la existencía de algunas mujeres ya maduras en todos los ámbitos de la pelea que luchaban contra hombres en la arena. Eran de las pocas que se veían bien alimentadas y que tenían armaduras brillantes, que iban bien vestidas al ruedo. Eran el evento estelar, por supuesto, y todas las armas buenas que no querían desperdiciar con el resto las guardaban para quienes sí sabían usarlas. Incluso se veían la diferencia en la postura, la actitud, la sonrisa perpetua. Todo era diferente en ellos. Y, a veces, eran los únicos a los que dejaban salir con vida de aquel infierno.

Tuve que insistir demasiado, pues no se podían permitir el lujo de perder a algunos de los favoritos si a mi se me iba la mano o el enfado era mucho. Después de que me aceptaran fue la espera la que me estaba matando. No fue un día ni dos, o al menos eso creo. Tardaron mucho, demasiado. Llegué a pensar que lo que hacían era esperar a que me viera lo suficientemente débil para ser yo la siguiente en acabar muerta entre aplausos de la multitud. Entrené en el silencio de mi celda, tirándome al suelo con el rostro cansado cuando alguien llegaba de visita. Así me mantenía en forma y les daba a ellos razones para ya sacarme de ahí. La verdad es que también comencé a alucinar un poco. En instantes era agresiva, golpeaba las paredes y los barrotes con los puños como si fueran mi oponente, gritaba de desesperación, lloré también demasiado. Pero al final me volví insensible a mi propio dolor, pues al menos así podía saber que todo estaba funcionando y valiendo la pena.

Me sentí ciega cuando por fin me sacaron de ahí. Los ojos me ardían. Me llevaron directamente a una ducha, una que no había sentido en mucho tiempo, y me alcanzaron una armadura fina que más bien no cubría nada importante. Me vendé los nudillos que estaban en carne viva y salí al ruedo solo con una espada larga que no había utilizado nunca antes y que me parecía demasiado pesada y desnivelada para adaptarme a ella en tres minutos.

Fue aquella una derrota en toda regla. Estaba más débil de lo que creía, y más que ciega por tanto encierro que a la luz del sol de medio día apenas pude abrir los ojos. Al menos mi batalla fue lo suficientemente buena como para que no me dejaran morir aquel día. La multitud me amaba aunque yo lo único que sentía era asco por ellos. Terminé bastante dañada, con varios cortes en los brazos y un tajo bien dado a mitad de la espalda que no me dejaba recostarme sin recordarlo.

Tras mucho pensarlo, tuve que cambiar radicalmente mi forma de luchar. Nunca fui tan fuerte como ellos, no en forma humana, pero era muy ágil y mucho más rápida de lo que ellos podrían aspirar a ser. Mi ventaja era conocida, mi estrategia era mantenerme en movimiento y alejarme físicamente de ellos.

Aunque apenas y me dieron agua y algunas medicinas con que limpiar las heridas, estas cerraron en cuestión de días. Aún con aquel chip, era difícil detener el proceso de sanación natural del cuerpo. Hicieron falta algunos combates más, entre una victoria y una derrota nuevamente, para que se dieran cuenta de que era rentable y daría una buena batalla. Me cambiaron a una celda un poco más grande, menos poblada. Había ahí algunos otros luchadores de primer nivel, gente a la que admiraba. Aunque la distribución no permitía que nos viéramos las caras, sí alcancé a ver la cara de mi madre mientras entraba a ese pabellón. Quedamos separados por varias celdas, por lo que no hubo un maravilloso reencuentro como uno pensaría, sino una amarga desilusión por ambas partes. Sobre todo por mi, pues me ardía la piel de rabia al pensar que yo era quien la estaba frenando a ella y no al revés.

Así, en un nuevo lugar, una especie de nuevo hogar, logré hacer algún amigo por entre las paredes, con quienes de vez en cuando hablaba de cosas que no fueran sobre batallas. La tensión por la muerte no era tan grande en esa área, algo que me sorprendió pues en el resto de las celdas todos estaban a la defensiva. Aquí parecía que se cuidaban unos a otros... Aprendí, sobre todo, que había una manera en la que ellos buscaban sus oportunidades de salir. Una remota posibilidad en la que se arriesgaban cada vez que salían al ruedo, y que abrió para mi un panorama más que alentador. Al final, parecía haber una salida al final del túnel... un túnel del que ya no sabía si quería salir.
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